viernes, 15 de junio de 2012

Capítulo I


La mirada del comisario se precipitó una vez más sobre mis ojos, esbozando esta vez un gesto de franca impaciencia. Hacía ya un buen rato que el sudor empapaba las arrugas incipientes de su frente, y algunas gotas habían alcanzado la tinta del manuscrito, diluyendo en las rugosidades del papel algunos trazos de la primera página.
-         Por última vez –advirtió, y su voz quebró el silencio en el claustrofóbico despacho policial–. O me explica cómo ha llegado esto a sus manos, o no tendré más remedio que pedir una orden de arresto.
-         ¿Significa eso que aún no estoy arrestado? – repliqué.
El comisario ignoró mi pregunta. Señaló con un rápido ademán hacia mi sien, donde aún se adivinaba el rastro de sangre seca.
-         ¿Por qué no quiere decirme quién le ha hecho eso?
-         Porque, como ya le he dicho varias veces, ni siquiera yo sé quién me lo hizo.
Alonso Gómez-Argenté no era lo que se dice un tipo duro, pero a esas alturas ya no me quedaba ninguna duda de que estaba a punto de perder la paciencia. Vestía con escasa convicción un traje de Armani, desde luego excesivo para la situación, y escondía su mirada tímida bajo unas gafas algo anticuadas, de montura fina y lentes redondas. A pesar de su voz estridente y de un más que poblado mostacho, sus gestos sugerían una personalidad frágil. Probablemente era esa misma ambigüedad la que le había permitido conservar su puesto durante años.
Apenas me quedaban fuerzas para levantar la cabeza y mirarle a los ojos. Demasiado para una sola noche, susurré para mí, sin separar apenas los labios resecos.
Ni siquiera recordaba ya cuántas horas llevaba en comisaría, casi todas ellas preguntándome cómo habían dado tan rápido con aquel maldito manuscrito que hacía unos días ni siquiera  conocía y del que ahora, al parecer, dependía mi existencia.
-         ¿Qué ha pasado con los demás? – pregunté.
-         Se les está tomando declaración - respondió el comisario con manifiesta desgana.
¿Qué me impedía contárselo? Al fin y al cabo, aquel montón de cuartillas amarillentas era la causa de todo lo que había sucedido esa noche. Y también yo quería saber lo que se escondía tras ellas.
Mientras el humo del cigarrillo del comisario formaba lentamente una difusa nube alrededor de mi cabeza, me pregunté qué significado tenían en realidad para mí los sucesos de las últimas horas. Se me ocurrió entonces que mi vida estaba repleta de interrogantes para los que nunca había tenido el valor de buscar una respuesta. Sentí la necesidad ineludible de responderme a esa pregunta.
Lentamente, levanté la cabeza buscando con la mirada al hombre agotado que seguía pendiente de cada uno de mis gestos. Él permanecía de pie. Se apoyaba sobre el respaldo de la silla, cabizbajo. Parecía casi tan exhausto como yo.
-         Está bien –concedí–, ¿puede traerme una taza de café?
El comisario dejó escapar un suspiro de alivio. Levantó la vista hacia el techo y simuló una forzada sonrisa de satisfacción, alzando los brazos como un sacerdote extasiado. Aleluya, hubiera querido exclamar si su estatus no se lo hubiera impedido. Luego salió del diminuto despacho y volvió un minuto después con dos tazas de café humeante.
-         Cuéntemelo todo –dijo, tomando un primer sorbo-. Desde el principio, por favor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario