viernes, 27 de julio de 2012

Capítulo II



El número trece de la calle Còdols no tenía nada que ver con lo que yo había imaginado. Era un portal abandonado, de aspecto sucio, que despedía un desagradable hedor a orín. Me acerqué con cierta inseguridad, pero la placa metálica del buzón, menuda y amarillenta, no dejaba lugar a dudas:

“Nicolás Andreotti, 4º 1ª”.

Una fina capa de óxido cubría la verja de hierro de la entrada, y el interfono se había quedado atascado después de pulsar el botón del cuarto primera. En la finca contigua, una mujer fregaba el suelo del rellano y tarareaba una tonadilla sin dejar de observarme.
Esperé unos segundos sin obtener respuesta. Miré de reojo a la portera, que seguía examinándome mientras lanzaba con fuerza un cubo de agua sucia al imbornal. Volví a pulsar el botón. La portera se apoyaba ahora sobre su fregona, mirándome sin disimulo. Me giré ligeramente hacia ella, sin sostenerle la mirada, y observé el tapón de podredumbre que impedía el paso del agua por el orificio de la cloaca. Tampoco esta vez hubo respuesta, pero me di cuenta de que la puerta estaba abierta. La empujé sin prisas y el agudo chirrido de las bisagras invadió con su eco el vacío de la escalera.
Todo estaba a oscuras. Esperé a que la puerta se cerrara a mis espaldas y busqué a tientas el interruptor de la luz. Cuando lo encontré, una bombilla desnuda y recubierta de polvo se encendió a pocos centímetros de mi cabeza. Me apoyé sobre el pasamanos de la escalera de caracol y subí poco a poco, sorprendiéndome de que los peldaños de madera carcomida no crujieran bajo mis pies.
Hacía más de diez años que no veía a Nico, a pesar de que nos habíamos escrito con cierta frecuencia durante todo ese tiempo. Nico era el único ciego que yo conocía que seguía escribiendo largas cartas en papel. De nada había servido que le propusiera comunicarnos por correo electrónico. Es más rápido y te ahorrará molestias, le había dicho, pero Nico era un enamorado del papel rugoso, de los abrecartas centenarios, de los sellos únicos. A decir verdad, Nico era el sibarita más grande y refinado que yo había conocido nunca. ¿Cómo iba él a prescindir del placer de enviar una carta? Las tecleaba a una velocidad prodigiosa en su phono-braille, un menudo aparato que, con apenas seis o siete botones, le servía a la vez de agenda telefónica, ordenador personal y lector de documentos. Luego sacaba el disco, lo introducía en el ordenador e imprimía la carta. Alguna vez incluso se había jactado de poder escribir cartas a mano, aunque a mí nunca me había enviado ninguna.
La última vez que lo había visto, acababa de comprarse un dúplex de lujo a precio de ganga en el Eixample. Recuerdo que entonces, cuando el resto de compañeros de la facultad luchábamos por malvivir con cuatro perras, Nico nos ilustraba con sus teorías sobre la burbuja especulativa, el potencial de crecimiento del mercado inmobiliario, la revalorización del suelo en Barcelona y no sé cuántas otras cosas. Endeudarse es la solución más sabia, sentenciaba. Por supuesto, el corte capitalista de su discurso escandalizaba en los corrillos de rebeldes y antisistema de la facultad de Traducción. Sin embargo, el tono cautivador con que Nico se explicaba y, sin duda, el hecho de que fuera ciego, atenuaban las críticas hasta el punto de diluirlas por completo.
Mientras subía los peldaños de madera carcomida de aquel viejo edificio semiderruido, todavía me preguntaba qué habría llevado a Nico a cambiar su fenomenal dúplex por un viejo piso en una finca cochambrosa. En realidad, cada peldaño que subía me sugería un nuevo interrogante. ¿A qué se dedicaba ahora Nico exactamente? ¿Qué aspecto tendría? ¿Cómo habría tratado la vida a un joven que ya era todo un perro viejo?
La puerta estaba abierta cuando llegué, pero no había nadie esperándome. Desde fuera, el nuevo piso de Nico revelaba una decadencia atroz. El marco de la puerta había sido arrancado, y tan sólo quedaba un fragmento de madera resquebrajada en el dintel. La alfombrilla de la entrada, poco más que un felpudo raído, ofrecía todo el aspecto de una vivienda abandonada.
Empujé la puerta con cuidado, como si temiera lo que iba a encontrar tras ella, pero los goznes chirriaron echando al traste mi exagerada precaución. Cuando acabé de abrirla, no pude reprimir una leve sonrisa. Después de todo, el bueno de Nico no había cambiado tanto. El suelo del recibidor, en contraste con el de la escalera, estaba cubierto con esmero por un parqué de color claro. Dos lámparas de luz halógena iluminaban la estancia, lo que no dejaba de sorprender en la casa de un invidente. A la izquierda, a pocos metros de la puerta, una vitrina de cristal reforzado alojaba una vistosa colección de estilográficas. Cerré la puerta tras de mí y me acerqué a observarlas con detenimiento. Había una Montblanc numerada en honor al violinista Yehudi Menuhin, según rezaba un letrero minúsculo; un espectacular ejemplar de Caran d’Ache cubierto con un anillo de diamantes; una Montegrappa Aphrodite con la simbólica flor de seis puntas en lo que parecía oro de 18 quilates... ¿De dónde sacaría el dinero para despilfarrar en semejantes exquisiteces?
Decididamente, Nico era el de siempre.
El comedor del piso era espacioso y estaba decorado sobriamente: ningún espejo, ninguna figura sobre la cómoda, ningún cuadro ni fotografía en la pared. Tan sólo una elegante y desfasada cortina de terciopelo rojo, un viejo baúl cubierto por un tapete de estilo arábigo y, sobre el estante, toda una hilera de libros en braille.
Eché un vistazo alrededor. Todo estaba ordenado: algunas revistas bajo la mesita de vidrio –a saber para qué, o para quién–, una pila de hojas escritas en braille sobre la estantería, películas de vídeo, cedés... incluso un pequeño ramo de claveles en el centro del mantel que cubría la mesa más grande.
Nico me esperaba de pie.
No había cambiado mucho desde la última vez que nos habíamos visto, aunque había engordado algunos kilos y su habitual perilla se había convertido ahora en una barba fértil y seductora. Sus gafas negras habían dejado de ser aquellas lentes grandes y ortopédicas, y en lugar de ellas usaba unas modernas gafas de sol que le quitaban de encima algunos años. Ni siquiera supe cómo saludarle.
Permanecimos unos segundos en silencio, tratando de asimilar el tiempo que había pasado desde nuestro último encuentro.
Es curioso – dijo entonces.
“Extraña manera de saludar después de diez años”, pensé.
¿Qué es curioso?
Que te note tan cambiado a pesar de no haberte visto ni una sola vez en mi vida – respondió, y ambos reímos con ganas.
Nico siempre había tenido un acentuado sentido del sarcasmo, que se volvía especialmente agrio cuando se refería a sí mismo. Yo lo atribuía a su absoluto desprecio por quienes le compadecían. Los dos sabíamos que ése no era mi caso.
Hablamos durante una hora, tal vez más. Nico parecía animado, y yo me alegraba de recuperar a un viejo amigo. Era como si alguna mano anónima me hubiera concedido cuanto necesitaba aquella noche para ser feliz: recordar las anécdotas insignificantes de quince años atrás y tratar de olvidar lo que en realidad me había llevado a Barcelona, que era algo tan vulgar  como mi caótica relación de pareja.
Desde que conocí a Nico, tuve la convicción de que era diferente. Y no me refiero sólo a su ceguera; Nico tenía algo que le distinguía de los demás, de eso no me cabía la menor duda. Con la perspectiva que da el paso de los años, ahora creo que era su actitud ante la vida, su osadía frente a lo que para cualquier otro hubieran sido adversidades insalvables.
Ya entonces me daba cuenta de que aquella especie de atrevimiento era propio de los que creen que ya no tienen nada que perder.
Nico seguía hablando sin parar. Se diría que había esperado todo aquel tiempo sólo para contarme sus interminables ocurrencias. Y, sin embargo, nada de cuanto decía me parecía ocioso. Como había hecho siempre, medía todas y cada una de sus palabras, que formaban frases coherentes y ordenadas, como si en vez de una charla informal estuviera interpretando un papel aprendido de memoria.
Supongo que fue precisamente por eso por lo que decidí interrumpirle interesándome por su vieja colección de vinos. Pero lo cierto es que Nico no parecía en absoluto sorprendido por mi pregunta y, como si formara parte de su particular guión, se levantó enérgicamente y me invitó a acompañarle.
Seguí a Nico por un pasillo largo y estrecho. Se guiaba con habilidad por la casa, siguiendo con los dedos de la mano izquierda las rugosidades de la pared, como si fuera ésta uno más de sus escritos en braille. Al igual que el comedor, el resto del piso estaba decorado con bastante sobriedad: apenas algunos cuadros y fotografías familiares, un pequeño mueble con los trofeos de sus competiciones juveniles de natación y un enorme jarrón estratégicamente colocado junto a su habitación. Nico iba encendiendo todas las luces que encontraba a su paso. Era algo que ya antes hacía con frecuencia: estaba tan obsesionado por que los demás no sufrieran las consecuencias de su ceguera, que al final producía el efecto contrario, de manera que no quedaba ni una sola habitación sin iluminar.
Al final del pasillo, Nico abrió una portezuela e inclinó ligeramente la cabeza antes de entrar.
Cuidado con la cabeza –me alertó–: más de uno se ha llevado un mal recuerdo de esta puerta.
Le seguí, intrigado, por un nuevo pasadizo, algo más ancho que el anterior. Me sorprendió que las luces estuvieran ahora tan perfectamente orientadas, como si hubiéramos entrado en un piso diferente al anterior. Incluso había una pequeña lámpara iluminando con mimo el lienzo que colgaba de la pared.
Compré el piso de al lado y luego hice tirar algunos tabiques.
¿Y utilizas las dos partes?
Vivo en la parte que tú has visto: hay espacio suficiente... y tiene buenas vistas a la plaza de la Mercè – añadió con ironía–. En esta otra parte apenas toca el sol, así que instalé aquí la bodega. En seguida la verás.
Abrió una nueva puerta y se apartó para dejarme entrar antes que él.
¿Qué te parece?
Miré estupefacto a mi alrededor. Nunca hubiera imaginado que un piso del Raval pudiera alojar semejante colección de vinos. No era especialmente espaciosa, pero me causaba la impresión de hallarme en unas auténticas bodegas subterráneas. Una hilera de estantes de madera se alineaba junto a las paredes con decenas de botellas de vino en posición semihorizontal. Me entretuve unos segundos observando las etiquetas: centenares de riojas de innumerables cosechas, varios estantes de vinos borgoñeses, tintos de la Ribera del Duero, de Álava, algún que otro espumoso del Penedès. En el centro, una pequeña isla de botellas se encargaba de organizar el espacio, y al final, en lo que debió de ser en su día una habitación, había ahora una barra americana, una mesa de madera barnizada y unos bancos dispuestos para la degustación.
Me acerqué a la primera hilera de botellas. Cada ejemplar estaba numerado en braille, y sobre la mesa pude ver un extenso catálogo, también en braille. Nico levantó los ojos, como si pudiera verme, y se interpuso entre la carta de vinos y yo.
Me sorprendió que respondieras tan pronto a mi invitación.
Me encogí de hombros, instintivamente.
Pensé que me vendría bien. Ya sabes –añadí–, lo mío con Alicia.
Todavía es pronto para decir eso, ¿no crees?
No he dicho nada – protesté.
Sí lo has hecho – respondió, y en su cara se dibujó una media sonrisa.
Si quieres que te diga la verdad, empiezo a pensar que no me importa –mentí, recordando mis esfuerzos por reprimir las lágrimas en el avión. Como si pudiera advertir la tristeza en mis ojos, Nico apoyó su mano sobre mi hombro.
Conozco el sitio perfecto para levantar esos ánimos.

Bajamos juntos por la desvencijada escalera de caracol. Nico no parecía necesitar ninguna ayuda para desenvolverse en aquella jungla de escalones desnivelados y baldosas sueltas esparcidas por el suelo de los rellanos.
Enfilamos la calle Còdols hasta llegar a Escudellers, y en un rápido quiebro que Nico tenía aprendido de memoria seguimos por la calle Avinyó, dejando atrás la plaza de la Verònica y, con ella, decenas de comercios minúsculos, casi todos ellos inverosímiles. Pronto me dejé llevar por un laberinto de callejones que apenas había oído nombrar: N’Arai, Templers, Bellafila, Reina Elionor y, finalmente, y como por arte de magia, la calle de Ferran y la plaza de Sant Jaume.
Pronto nos plantamos ante la puerta del restaurante, un oscuro tugurio en la calle Paradís. Leí en voz alta el rótulo: Mons Taber.

viernes, 15 de junio de 2012

Capítulo I


La mirada del comisario se precipitó una vez más sobre mis ojos, esbozando esta vez un gesto de franca impaciencia. Hacía ya un buen rato que el sudor empapaba las arrugas incipientes de su frente, y algunas gotas habían alcanzado la tinta del manuscrito, diluyendo en las rugosidades del papel algunos trazos de la primera página.
-         Por última vez –advirtió, y su voz quebró el silencio en el claustrofóbico despacho policial–. O me explica cómo ha llegado esto a sus manos, o no tendré más remedio que pedir una orden de arresto.
-         ¿Significa eso que aún no estoy arrestado? – repliqué.
El comisario ignoró mi pregunta. Señaló con un rápido ademán hacia mi sien, donde aún se adivinaba el rastro de sangre seca.
-         ¿Por qué no quiere decirme quién le ha hecho eso?
-         Porque, como ya le he dicho varias veces, ni siquiera yo sé quién me lo hizo.
Alonso Gómez-Argenté no era lo que se dice un tipo duro, pero a esas alturas ya no me quedaba ninguna duda de que estaba a punto de perder la paciencia. Vestía con escasa convicción un traje de Armani, desde luego excesivo para la situación, y escondía su mirada tímida bajo unas gafas algo anticuadas, de montura fina y lentes redondas. A pesar de su voz estridente y de un más que poblado mostacho, sus gestos sugerían una personalidad frágil. Probablemente era esa misma ambigüedad la que le había permitido conservar su puesto durante años.
Apenas me quedaban fuerzas para levantar la cabeza y mirarle a los ojos. Demasiado para una sola noche, susurré para mí, sin separar apenas los labios resecos.
Ni siquiera recordaba ya cuántas horas llevaba en comisaría, casi todas ellas preguntándome cómo habían dado tan rápido con aquel maldito manuscrito que hacía unos días ni siquiera  conocía y del que ahora, al parecer, dependía mi existencia.
-         ¿Qué ha pasado con los demás? – pregunté.
-         Se les está tomando declaración - respondió el comisario con manifiesta desgana.
¿Qué me impedía contárselo? Al fin y al cabo, aquel montón de cuartillas amarillentas era la causa de todo lo que había sucedido esa noche. Y también yo quería saber lo que se escondía tras ellas.
Mientras el humo del cigarrillo del comisario formaba lentamente una difusa nube alrededor de mi cabeza, me pregunté qué significado tenían en realidad para mí los sucesos de las últimas horas. Se me ocurrió entonces que mi vida estaba repleta de interrogantes para los que nunca había tenido el valor de buscar una respuesta. Sentí la necesidad ineludible de responderme a esa pregunta.
Lentamente, levanté la cabeza buscando con la mirada al hombre agotado que seguía pendiente de cada uno de mis gestos. Él permanecía de pie. Se apoyaba sobre el respaldo de la silla, cabizbajo. Parecía casi tan exhausto como yo.
-         Está bien –concedí–, ¿puede traerme una taza de café?
El comisario dejó escapar un suspiro de alivio. Levantó la vista hacia el techo y simuló una forzada sonrisa de satisfacción, alzando los brazos como un sacerdote extasiado. Aleluya, hubiera querido exclamar si su estatus no se lo hubiera impedido. Luego salió del diminuto despacho y volvió un minuto después con dos tazas de café humeante.
-         Cuéntemelo todo –dijo, tomando un primer sorbo-. Desde el principio, por favor.