El número trece de la calle Còdols no
tenía nada que ver con lo que yo había imaginado. Era un portal abandonado, de
aspecto sucio, que despedía un desagradable hedor a orín. Me acerqué con cierta
inseguridad, pero la placa metálica del buzón, menuda y amarillenta, no dejaba
lugar a dudas:
“Nicolás Andreotti, 4º 1ª”.
Una fina capa de óxido cubría la verja de
hierro de la entrada, y el interfono se había quedado atascado después de
pulsar el botón del cuarto primera. En la finca contigua, una mujer fregaba el
suelo del rellano y tarareaba una tonadilla sin dejar de observarme.
Esperé unos segundos sin obtener
respuesta. Miré de reojo a la portera, que seguía examinándome mientras lanzaba
con fuerza un cubo de agua sucia al imbornal. Volví a pulsar el botón. La
portera se apoyaba ahora sobre su fregona, mirándome sin disimulo. Me giré
ligeramente hacia ella, sin sostenerle la mirada, y observé el tapón de
podredumbre que impedía el paso del agua por el orificio de la cloaca. Tampoco esta
vez hubo respuesta, pero me di cuenta de que la puerta estaba abierta. La
empujé sin prisas y el agudo chirrido de las bisagras invadió con su eco el
vacío de la escalera.
Todo estaba a oscuras. Esperé a que la
puerta se cerrara a mis espaldas y busqué a tientas el interruptor de la luz.
Cuando lo encontré, una bombilla desnuda y recubierta de polvo se encendió a
pocos centímetros de mi cabeza. Me apoyé sobre el pasamanos de la escalera de
caracol y subí poco a poco, sorprendiéndome de que los peldaños de madera
carcomida no crujieran bajo mis pies.
Hacía más de diez años que no veía a
Nico, a pesar de que nos habíamos escrito con cierta frecuencia durante todo
ese tiempo. Nico era el único ciego que yo conocía que seguía escribiendo
largas cartas en papel. De nada había servido que le propusiera comunicarnos
por correo electrónico. Es más rápido y te ahorrará molestias, le había dicho,
pero Nico era un enamorado del papel rugoso, de los abrecartas centenarios, de
los sellos únicos. A decir verdad, Nico era el sibarita más grande y refinado
que yo había conocido nunca. ¿Cómo iba él a prescindir del placer de enviar una
carta? Las tecleaba a una velocidad prodigiosa en su phono-braille, un menudo
aparato que, con apenas seis o siete botones, le servía a la vez de agenda
telefónica, ordenador personal y lector de documentos. Luego sacaba el disco,
lo introducía en el ordenador e imprimía la carta. Alguna vez incluso se había
jactado de poder escribir cartas a mano, aunque a mí nunca me había enviado
ninguna.
La última vez que lo había visto, acababa
de comprarse un dúplex de lujo a precio de ganga en el Eixample. Recuerdo que
entonces, cuando el resto de compañeros de la facultad luchábamos por malvivir
con cuatro perras, Nico nos ilustraba con sus teorías sobre la burbuja
especulativa, el potencial de crecimiento del mercado inmobiliario, la
revalorización del suelo en Barcelona y no sé cuántas otras cosas. Endeudarse
es la solución más sabia, sentenciaba. Por supuesto, el corte capitalista de su
discurso escandalizaba en los corrillos de rebeldes y antisistema de la
facultad de Traducción. Sin embargo, el tono cautivador con que Nico se
explicaba y, sin duda, el hecho de que fuera ciego, atenuaban las críticas
hasta el punto de diluirlas por completo.
Mientras subía los peldaños de madera
carcomida de aquel viejo edificio semiderruido, todavía me preguntaba qué
habría llevado a Nico a cambiar su fenomenal dúplex por un viejo piso en una
finca cochambrosa. En realidad, cada peldaño que subía me sugería un nuevo
interrogante. ¿A qué se dedicaba ahora Nico exactamente? ¿Qué aspecto tendría?
¿Cómo habría tratado la vida a un joven que ya era todo un perro viejo?
La puerta estaba abierta cuando llegué,
pero no había nadie esperándome. Desde fuera, el nuevo piso de Nico revelaba
una decadencia atroz. El marco de la puerta había sido arrancado, y tan sólo
quedaba un fragmento de madera resquebrajada en el dintel. La alfombrilla de la
entrada, poco más que un felpudo raído, ofrecía todo el aspecto de una vivienda
abandonada.
Empujé la puerta con cuidado, como si
temiera lo que iba a encontrar tras ella, pero los goznes chirriaron echando al
traste mi exagerada precaución. Cuando acabé de abrirla, no pude reprimir una
leve sonrisa. Después de todo, el bueno de Nico no había cambiado tanto. El
suelo del recibidor, en contraste con el de la escalera, estaba cubierto con
esmero por un parqué de color claro. Dos lámparas de luz halógena iluminaban la
estancia, lo que no dejaba de sorprender en la casa de un invidente. A la izquierda,
a pocos metros de la puerta, una vitrina de cristal reforzado alojaba una
vistosa colección de estilográficas. Cerré la puerta tras de mí y me acerqué a
observarlas con detenimiento. Había una Montblanc numerada en honor al
violinista Yehudi Menuhin, según rezaba un letrero minúsculo; un espectacular
ejemplar de Caran d’Ache cubierto con un anillo de diamantes; una Montegrappa
Aphrodite con la simbólica flor de seis puntas en lo que parecía oro de 18
quilates... ¿De dónde sacaría el dinero para despilfarrar en semejantes
exquisiteces?
Decididamente, Nico era el de siempre.
El comedor del piso era espacioso y
estaba decorado sobriamente: ningún espejo, ninguna figura sobre la cómoda,
ningún cuadro ni fotografía en la pared. Tan sólo una elegante y desfasada
cortina de terciopelo rojo, un viejo baúl cubierto por un tapete de estilo
arábigo y, sobre el estante, toda una hilera de libros en braille.
Eché un vistazo alrededor. Todo estaba
ordenado: algunas revistas bajo la mesita de vidrio –a saber para qué, o para
quién–, una pila de hojas escritas en braille sobre la estantería, películas de
vídeo, cedés... incluso un pequeño ramo de claveles en el centro del mantel que
cubría la mesa más grande.
Nico me esperaba de pie.
No había cambiado mucho desde la última
vez que nos habíamos visto, aunque había engordado algunos kilos y su habitual
perilla se había convertido ahora en una barba fértil y seductora. Sus gafas
negras habían dejado de ser aquellas lentes grandes y ortopédicas, y en lugar
de ellas usaba unas modernas gafas de sol que le quitaban de encima algunos
años. Ni siquiera supe cómo saludarle.
Permanecimos unos segundos en silencio,
tratando de asimilar el tiempo que había pasado desde nuestro último encuentro.
Es curioso – dijo entonces.
“Extraña manera de saludar después de
diez años”, pensé.
¿Qué es curioso?
Que te note tan cambiado a pesar de no
haberte visto ni una sola vez en mi vida – respondió, y ambos reímos con ganas.
Nico siempre había tenido un acentuado
sentido del sarcasmo, que se volvía especialmente agrio cuando se refería a sí
mismo. Yo lo atribuía a su absoluto desprecio por quienes le compadecían. Los
dos sabíamos que ése no era mi caso.
Hablamos durante una hora, tal vez más.
Nico parecía animado, y yo me alegraba de recuperar a un viejo amigo. Era como
si alguna mano anónima me hubiera concedido cuanto necesitaba aquella noche
para ser feliz: recordar las anécdotas insignificantes de quince años atrás y
tratar de olvidar lo que en realidad me había llevado a Barcelona, que era algo
tan vulgar como mi caótica relación de
pareja.
Desde que conocí a Nico, tuve la
convicción de que era diferente. Y no me refiero sólo a su ceguera; Nico tenía
algo que le distinguía de los demás, de eso no me cabía la menor duda. Con la
perspectiva que da el paso de los años, ahora creo que era su actitud ante la
vida, su osadía frente a lo que para cualquier otro hubieran sido adversidades
insalvables.
Ya entonces me daba cuenta de que aquella
especie de atrevimiento era propio de los que creen que ya no tienen nada que
perder.
Nico seguía hablando sin parar. Se diría
que había esperado todo aquel tiempo sólo para contarme sus interminables
ocurrencias. Y, sin embargo, nada de cuanto decía me parecía ocioso. Como había
hecho siempre, medía todas y cada una de sus palabras, que formaban frases
coherentes y ordenadas, como si en vez de una charla informal estuviera
interpretando un papel aprendido de memoria.
Supongo que fue precisamente por eso por
lo que decidí interrumpirle interesándome por su vieja colección de vinos. Pero
lo cierto es que Nico no parecía en absoluto sorprendido por mi pregunta y,
como si formara parte de su particular guión, se levantó enérgicamente y me
invitó a acompañarle.
Seguí a Nico por un pasillo largo y
estrecho. Se guiaba con habilidad por la casa, siguiendo con los dedos de la
mano izquierda las rugosidades de la pared, como si fuera ésta uno más de sus
escritos en braille. Al igual que el comedor, el resto del piso estaba decorado
con bastante sobriedad: apenas algunos cuadros y fotografías familiares, un
pequeño mueble con los trofeos de sus competiciones juveniles de natación y un
enorme jarrón estratégicamente colocado junto a su habitación. Nico iba
encendiendo todas las luces que encontraba a su paso. Era algo que ya antes
hacía con frecuencia: estaba tan obsesionado por que los demás no sufrieran las
consecuencias de su ceguera, que al final producía el efecto contrario, de
manera que no quedaba ni una sola habitación sin iluminar.
Al final del pasillo, Nico abrió una
portezuela e inclinó ligeramente la cabeza antes de entrar.
Cuidado con la cabeza –me alertó–: más de
uno se ha llevado un mal recuerdo de esta puerta.
Le seguí, intrigado, por un nuevo
pasadizo, algo más ancho que el anterior. Me sorprendió que las luces
estuvieran ahora tan perfectamente orientadas, como si hubiéramos entrado en un
piso diferente al anterior. Incluso había una pequeña lámpara iluminando con
mimo el lienzo que colgaba de la pared.
Compré el piso de al lado y luego hice
tirar algunos tabiques.
¿Y utilizas las dos partes?
Vivo en la parte que tú has visto: hay
espacio suficiente... y tiene buenas vistas a la plaza de la Mercè – añadió con
ironía–. En esta otra parte apenas toca el sol, así que instalé aquí la bodega.
En seguida la verás.
Abrió una nueva puerta y se apartó para
dejarme entrar antes que él.
¿Qué te parece?
Miré estupefacto a mi alrededor. Nunca
hubiera imaginado que un piso del Raval pudiera alojar semejante colección de
vinos. No era especialmente espaciosa, pero me causaba la impresión de hallarme
en unas auténticas bodegas subterráneas. Una hilera de estantes de madera se
alineaba junto a las paredes con decenas de botellas de vino en posición
semihorizontal. Me entretuve unos segundos observando las etiquetas: centenares
de riojas de innumerables cosechas, varios estantes de vinos borgoñeses, tintos
de la Ribera del Duero, de Álava, algún que otro espumoso del Penedès. En el
centro, una pequeña isla de botellas se encargaba de organizar el espacio, y al
final, en lo que debió de ser en su día una habitación, había ahora una barra
americana, una mesa de madera barnizada y unos bancos dispuestos para la
degustación.
Me acerqué a la primera hilera de
botellas. Cada ejemplar estaba numerado en braille, y sobre la mesa pude ver un
extenso catálogo, también en braille. Nico levantó los ojos, como si pudiera
verme, y se interpuso entre la carta de vinos y yo.
Me sorprendió que respondieras tan pronto
a mi invitación.
Me encogí de hombros, instintivamente.
Pensé que me vendría bien. Ya sabes
–añadí–, lo mío con Alicia.
Todavía es pronto para decir eso, ¿no
crees?
No he dicho nada – protesté.
Sí lo has hecho – respondió, y en su cara
se dibujó una media sonrisa.
Si quieres que te diga la verdad, empiezo
a pensar que no me importa –mentí, recordando mis esfuerzos por reprimir las
lágrimas en el avión. Como si pudiera advertir la tristeza en mis ojos, Nico
apoyó su mano sobre mi hombro.
Conozco el sitio perfecto para levantar
esos ánimos.
Bajamos juntos por la desvencijada escalera
de caracol. Nico no parecía necesitar ninguna ayuda para desenvolverse en
aquella jungla de escalones desnivelados y baldosas sueltas esparcidas por el
suelo de los rellanos.
Enfilamos la calle Còdols hasta llegar a
Escudellers, y en un rápido quiebro que Nico tenía aprendido de memoria
seguimos por la calle Avinyó, dejando atrás la plaza de la Verònica y, con
ella, decenas de comercios minúsculos, casi todos ellos inverosímiles. Pronto
me dejé llevar por un laberinto de callejones que apenas había oído nombrar:
N’Arai, Templers, Bellafila, Reina Elionor y, finalmente, y como por arte de
magia, la calle de Ferran y la plaza de Sant Jaume.
Pronto nos plantamos ante la puerta del
restaurante, un oscuro tugurio en la calle Paradís. Leí en voz alta el rótulo: Mons
Taber.