La mirada del comisario
se precipitó una vez más sobre mis ojos, esbozando esta vez un gesto de franca
impaciencia. Hacía ya un buen rato que el sudor empapaba las arrugas
incipientes de su frente, y algunas gotas habían alcanzado la tinta del
manuscrito, diluyendo en las rugosidades del papel algunos trazos de la primera
página.
-
Por
última vez –advirtió, y su voz quebró el silencio en el claustrofóbico despacho
policial–. O me explica cómo ha llegado esto a sus manos, o no tendré más
remedio que pedir una orden de arresto.
-
¿Significa
eso que aún no estoy arrestado? – repliqué.
El comisario ignoró mi
pregunta. Señaló con un rápido ademán hacia mi sien, donde aún se adivinaba el
rastro de sangre seca.
-
¿Por
qué no quiere decirme quién le ha hecho eso?
-
Porque,
como ya le he dicho varias veces, ni siquiera yo sé quién me lo hizo.
Alonso Gómez-Argenté no
era lo que se dice un tipo duro, pero a esas alturas ya no me quedaba ninguna
duda de que estaba a punto de perder la paciencia. Vestía con escasa convicción
un traje de Armani, desde luego excesivo para la situación, y escondía su
mirada tímida bajo unas gafas algo anticuadas, de montura fina y lentes
redondas. A pesar de su voz estridente y de un más que poblado mostacho, sus
gestos sugerían una personalidad frágil. Probablemente era esa misma ambigüedad
la que le había permitido conservar su puesto durante años.
Apenas me quedaban
fuerzas para levantar la cabeza y mirarle a los ojos. Demasiado para una sola
noche, susurré para mí, sin separar apenas los labios resecos.
Ni siquiera recordaba
ya cuántas horas llevaba en comisaría, casi todas ellas preguntándome cómo
habían dado tan rápido con aquel maldito manuscrito que hacía unos días ni
siquiera conocía y del que ahora, al
parecer, dependía mi existencia.
-
¿Qué
ha pasado con los demás? – pregunté.
-
Se
les está tomando declaración - respondió el comisario con manifiesta desgana.
¿Qué me impedía
contárselo? Al fin y al cabo, aquel montón de cuartillas amarillentas era la
causa de todo lo que había sucedido esa noche. Y también yo quería saber lo que
se escondía tras ellas.
Mientras el humo del
cigarrillo del comisario formaba lentamente una difusa nube alrededor de mi
cabeza, me pregunté qué significado tenían en realidad para mí los sucesos de
las últimas horas. Se me ocurrió entonces que mi vida estaba repleta de
interrogantes para los que nunca había tenido el valor de buscar una respuesta.
Sentí la necesidad ineludible de responderme a esa pregunta.
Lentamente, levanté la
cabeza buscando con la mirada al hombre agotado que seguía pendiente de cada
uno de mis gestos. Él permanecía de pie. Se apoyaba sobre el respaldo de la
silla, cabizbajo. Parecía casi tan exhausto como yo.
-
Está
bien –concedí–, ¿puede traerme una taza de café?
El comisario dejó
escapar un suspiro de alivio. Levantó la vista hacia el techo y simuló una
forzada sonrisa de satisfacción, alzando los brazos como un sacerdote extasiado.
Aleluya, hubiera querido exclamar si su estatus no se lo hubiera impedido.
Luego salió del diminuto despacho y volvió un minuto después con dos tazas de
café humeante.
-
Cuéntemelo
todo –dijo, tomando un primer sorbo-. Desde el principio, por favor.
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